¿Pensamiento monógamo? ¡Terror poliamoroso!

¿Alguien ha oído alguna vez hablar de la monogamia? Para la mayoría de gente que podemos conocer, no está muy claro qué significa esa palabra incómoda. ¿«Monogamia»? Una palabra para los antropólogos y algunos historiadores, pero ¿para los demás? «¡Poligamia! Eso sí que lo hemos escuchado. Sí, la poligamia, eso de que un hombre tenga varias mujeres, ¿verdad?» ¿Y el poliamor? «Esas cosas modernas de tener varias parejas.» Sin saberlo o quererlo, hemos pensado desde la monogamia, desde las coordenadas de una monogamia obligatoria. Esta es una de las ideas más importantes del libro de Brigitte Vasallo, “Pensamiento monógamo, terror poliamoroso” (La Oveja Roja, Madrid, 2018).

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Portada del libro «Pensamiento monógamo terror poliamoroso» de Brigitte Vasallo

Pensamiento monógamo

La pregunta sobre la monogamia tiene que ver con cómo somos capaces de pensar en las relaciones que establecemos con las demás, y especialmente en las relaciones sexo-afectivas. «La monogamia es, en la actualidad, sinónimo de amor (de una forma de amor romántica y sexualizada “auténtica”) y de pareja, que es la construcción práctica que se entiende como “natural” de ese amor “auténtico”. … Lo que llamamos monogamia es el marco invisible en el que se juega la partida del amor, el tablero.» Esto es lo importante, lo que se trata de plantear. No se trata como tal de idear una especie de «poliamor perfecto» ─que tiene sus problemas propios─, sino de pensar en la monogamia, en cómo se estructura actualmente, en cómo se construye su obligatoriedad, haciendo que cualquier otra forma de crear vínculos sociales comunes quede olvidada, sea impensable.

Pensar la monogamia no es un ejercicio simplemente teórico, sino que tiene unas implicaciones fundamentales en la vida cotidiana, en nuestra forma de relacionarnos con los demás. Podríamos pensar que la monogamia, como organización de la reproducción de la sociedad, «es natural». Y, por supuesto, podríamos dar muchas razones científicas para esto, pero ¿desde qué esquemas estamos proyectando ese supuesto estado «pre-social»? ¿Para qué estamos alegando siquiera eso? ¿De dónde hemos sacado esa dicotomía entre «lo natural» y «lo social»? En el fondo, este debate es difícil y costoso (necesita de tiempo y esfuerzo), pero además es irrelevante. Esta discusión, dice la autora, «si no se hace dentro de un análisis que vaya más allá de la… retórica del esencialismo, sólo es una manera eficiente de invisibilizar estructuras sociales y de poder». Nada de esto quiere decir tampoco que una pueda cambiar la monogamia obligatoria a voluntad, ni que sea deseable tal cual. Es más difícil que eso.

«El sexo es el sexo, pero lo que califica como sexo también es determinado y obtenido culturalmente. … Toda sociedad tiene un sistema de sexo-género, un conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humanas son conformadas por la intervención humana y social y satisfechas en una forma convencional… […] El sexo tal como lo conocemos ─identidad de géneros, deseo y fantasías sexuales, conceptos de la infancia─ es en sí un producto social. Necesitamos entender las relaciones en su producción…» [1]

Gayle Rubin en “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”

De hecho, dice Vasallo, la monogamia es un sistema, no se puede reducir a «la práctica monógama», igual que esta práctica no se puede reducir a la exclusividad sexual. Es por ello que, cuando se plantean alternativas, lo más habitual es que se comience tratando de deshacer la exclusividad. Sin embargo, ese pacto intransferible ─lo que se llama también «fidelidad»─ es sólo una parte del esquema, igual que la fidelidad a la que hace referencia; de hecho, la función de la fidelidad aquí es la de distinguir entre relaciones legítimas e ilegítimas dentro del pacto monógamo. Mucho más importante es la jerarquía de afectos a la que refiere. En realidad, la exclusividad es una herramienta; «la monogamia no se desmonta con más parejas sexuales o afectas, sino construyendo relaciones de manera distinta».

La institución de la familia nuclear puede entenderse desde esta crítica a través de la idea de un futuro reproductivo, con la carga simbólica que se le asocia. Y es que a la reproducción genética ─la más literal─ se le añade la reproducción identitaria, que fija una familia en su linaje, en los apellidos. Esta, claro, es una costumbre de las clases aristócratas, que la clase trabajadora ha terminado adquiriendo como parte de una incorporación a un Estado-nación. [2] Así, «la familia parece el único vínculo incuestionable, irrenunciable: la única estructura de vínculo que estamos condenadas a acarrear de por vida, queramos o no, y la única posibilidad de permanencia y refugio incondicional». Por supuesto, esta crítica es a la familia como institución, parte de una organización social específica; no es un llamamiento a menospreciar el cobijo que puede dar en determinadas situaciones, sino un análisis sobre el lugar que tiene en una sociedad dada y el porqué.

De nuevo: no se trata de plantear en sí misma la práctica concreta de la monogamia con todos sus componentes. El problema es la obligatoriedad de esa práctica, y la desaparición de cualquier otra posibilidad fuera de ella.

«El sistema en que se afianza es un sistema violento, pero no lo es porque la práctica sea violenta: ha necesitado generar esa violencia en su estructura para imponerse…, para naturalizarse». La cuestión tiene que ver aquí con «quién está obligado y a través de qué estructuras, [con] qué sucede con la gente que no encaja y qué sucede con la gente que queda excluida».

Terror poliamoroso

Cuando Vasallo habla de «terror poliamoroso», lo hace para evocar formas de relacionarnos que cortocircuitan el imaginario monógamo de una forma o de otra. Formas que siempre surgen del esquema dominante pero permiten repensarlo. «Las herramientas del amo no desmontarán la casa del amo», dice, recordando a Audre Lorde. [3] Lógicamente, el ejercicio de tratar de «desmontar» la monogamia como sistema nunca permitirá un vacío, una ausencia de sistema; no existe una especie de “espacio cero” al que llegar; se trata de abrir nuevas posibilidades. Y, por la misma lógica del sistema, por la misma razón por la que no existe un no-lugar desde el que pensar y relacionarnos, «la deconstrucción y la construcción forman parte del mismo movimiento: al desmontar estamos construyendo ya la forma nueva». Se trata de colarse en las grietas de los cimientos del sistema, de señalar y reorganizar los elementos que lo componen: el binarismo de nuestro sistema sexo-género, la «estructura de co-dependencia reproductora a través de la romantización de deseos y afectos» y todas las «las dinámicas de la jerarquía, la confrontación y la exclusión».

Aquí, en esos cortocircuitos, es donde a veces surge lo que la autora llama el «poliamor de vanguardia», esas prácticas que aparentan ser «liberadoras» pero que, en realidad, se basan en la lógica monógama de la dependencia y la exclusión, generalmente desde la más cruda y tradicional heterosexualidad. (De ahí que los hombres sigan jugando un rol de dominación, y mostrando una irresponsabilidad afectiva, tradicional en el centro de la normalidad social). El «poliamor», o mejor, las «redes afectivas», son una encrucijada compleja, pero que si tienen una condición necesaria para surgir es la de plantearse desde una ética de los cuidados. Por el contrario, solemos pensar el poliamor desde una ética de la justicia, muy propia del sistema y el pensamiento monógamos. Así, «la ética de la justicia se piensa en términos de simetría e intercambio comercial: es la justicia de la equivalencia», del “te doy para que me des”, como decía el principio clásico. En lo que llamamos la ética de los cuidados sucede algo distinto:

«La ética de los cuidados propone una perspectiva distinta al dar y al tomar y, más allá de la simetría de la deuda, tiene en cuenta las necesidades de cada cual en su momento y en su contexto. En relaciones no-monógamas, estas necesidades incluyen a toda la red: las necesidades de cada una de las integrantes, y las necesidades del conjunto. La horizontalidad que deseamos para nuestras relaciones necesita construirse desde otros espacios que no sean confrontacionales… No es un punto de partida, sino de llegada.»

Las redes afectivas, en este sentido, «no son un nuevo modelo a seguir ni una contra-propuesta, sino un paraguas desde el que pensar el marco relacional y sus dinámicas», formas de relación que se salen de la normatividad instituida como única y sus pilares fundamentales. En ningún caso es un intento único de sustituir una obligatoriedad por otra. Por decirlo otra vez: se trata de abrir las posibilidades desde fuera. Porque «romper la monogamia no es para blancas, flacas, cuerdas, bonitas y bien hechas», sino sobre todo «para todas aquellas para las que la monogamia es todavía más mentira que para el resto. Romperla bien rota, no sustituirla por monogamias simultáneas camufladas bajo otros nombres. Romper sus mecanismos…» Y romper con sus violencias al mismo tiempo, añadiría personalmente. La idea de la construcción de nuevas formas de relacionarnos no puede reducirse únicamente a cómo nos relacionamos en pareja, si no a todas nuestras relaciones cotidianas que han sido construidas y planteadas desde la idea de dependencia, de pertenencia y de dominancia que también se representa en la monogamia. El poliamor es la primera frontera, pero de nada sirve relacionarse de forma más o menos sana con nuestras relaciones de pareja, mientras seguimos perpetuando modelos relacionales dañinos en otras esferas relacionales que no se han analizado en profundidad.

Historizar la monogamia contemporánea

Antes hemos hecho referencia a la pregunta sobre la «naturalidad» de la monogamia, pregunta que está en sí misma mal planteada. Si la historiografía y la antropología pueden ayudarnos aquí es para plantear en qué momento se volvió impensable cualquier alternativa a la organización social basada en la monogamia en nuestras sociedades. Sin embargo, casi todos los estudios que se pueden encontrar al respecto, proyectan el mismo pensamiento monógamo del que ya parten, haciendo referencia a «¿cuándo o dónde se redujo la cantidad de personas involucradas en el núcleo [familiar]?». La pregunta aquí es otra: «¿cuándo se hicieron imposibles, inviables, impracticables otras formas de vínculo, y cuándo se implantó esa construcción de alteridad amorosa confrontacional y amenazante?». Siguiendo esta pregunta, la autora busca dos claves: sobre las prácticas institucionalizadas de sexo no reproductivo y sobre comunidades basadas en vínculos no sanguíneos, es decir, no transmisoras de herencia genética o capital social. «¿En qué momentos históricos han existido formas socialmente aceptadas de prácticas de esta clase, y cuándo, cómo y por qués se han penalizado estas prácticas?», por un lado; y por otro, «¿existieron comunidades no sanguíneas que funcionasen a modo de núcleos de vida y cuáles son las condiciones que propiciaron su existencia?».

Sobre las formas de sexo no reproductivo, ha habido muchos ejemplos distintos: lo que hoy entendemos como homosexualidad ─y en su momento no se entendía desde el esquema de géneros actual─, pero también el sexo recreativo y el sexo litúrgico (por ejemplo, misas con sexo grupal), el sexo post-menopáusico, entre otros. Puede que lo que hoy nos resulte más extraño sea el sexo litúrgico, y en particular las orgías como forma litúrgica. Estas orgías constituían una práctica común de los pueblos mediterráneos, desde la veneración de Isis en Egipto al culto de Venus en Byblos, pasando por el culto romano a Baco (que incluía orgías nocturnas sólo entre mujeres, en las que se mezclaba vino, sexo y conspiración política). En los primeros tiempos del cristianismo, existían grupos cristianos ─posteriormente considerados heréticos por la ortodoxia─ que utilizaban el sexo de manera litúrgica. El sexo comunal estaba presente en las celebraciones populares del campesinado europeo, aun bajo el influjo del clero en esa síntesis entre los cultos paganos y los dogmas eclesiásticos. Hay que recordar, por ejemplo, que la iglesia no consideró el matrimonio como un sacramento hasta el siglo XII, y que, aun así, tardó siglos en convertirse en práctica habitual entre las clases populares.

De hecho, en el proceso de «disciplinamiento del cuerpo y la sexualidad» que marcó toda la época moderna, las herejías fueron núcleos populares de resistencia. La iglesia católica, que era en aquellos siglos la gran institución, fundó la Inquisición como un cuerpo policial contra estas herejías. Hay que recordar que, aunque se fundó en el siglo XII en la actual Francia y en el siglo XIII en la actual Aragón, no cobró su gran poder hasta el siglo XV, con la unión de las coronas de Aragón y de Castilla; y no se disolvería hasta el siglo XIX, ya con el Estado como gran cuerpo disciplinario establecido en Europa, en los albores de lo que se ha dado en llamar la Edad Contemporánea.

En este proceso, todas las relaciones se transformaron radical y transversalmente. Según Vasallo, y siguiendo a Federici, los cercamientos modernos de las tierras comunales fueron clave para redefinir los vínculos afectivos y los modelos de familia. Esta lucha, por supuesto, fue igualmente intensa en los territorios colonizados: «La clasificación racial jerárquica y violenta topó con una inesperada resistencia sexo-afectiva. … Lo que Mbembe denomina [4] “libertinaje interracial” ha tenido que ser perseguido por leyes tan violentas como ha sufrido también la homosexualidad hasta el día de hoy». Así, el racismo de la Europa colonizadora fue también clave en la creación de la monogamia como un modelo no sólo proveniente de las clases dominantes económica e ideológicamente, sino también como un modelo de familia blanca y «civilizada» según la Europa racista.

Víctimas de estos procesos violentos fueron las mencionadas comunidades no sanguíneas o no reproductivas, de las que la autora destaca las del medievo. Es el caso de los cátaros, por ejemplo, que «[condenaban] el matrimonio y el acto de engendrar hijos a través de las relaciones sexuales…»; o de los conventos cristianos, que para muchas mujeres servía para poder huir de las obligaciones de la vida familiar, incluidas las obligaciones sexuales, o las guerreras en el caso de los hombres.

En todo caso, estos son sólo algunos esbozos, unas pocas ideas que son más un hilo del que tirar que un trabajo definitivo.

Al tirar de estos hilos podemos pensar que la constitución e implantación de la monogamia como sistema en Europa se desarrolla en paralelo y como condición necesaria a la implantación del sistema capitalista. Hasta que se logró imponer, las uniones reproductivas tenían importancia entre las clases dominantes, pues de ellas dependían pactos, alianzas y transmisiones de títulos y capital, pero no tenían ese peso entre el pueblo, que necesitaba más de lazos horizontales para la supervivencia. Fue el capitalismo quien necesitó afianzar y organizar el impulso atávico de la reproducción para concretarlo en términos de filiación (clase) y producción de trabajadores. Y para afianzarlo, además, hubo de aclarar y fijar de manera definitiva el género de los sexos y su inmutabilidad. Quedamos definitivamente marcados como hombres y mujeres, ligados por el deseo heterosexual obligatorio, y dependientes en términos de monogamia en tanto que ya no sería posible ninguna otra forma de subsistencia corriente: la rotunda división del trabajo imposibilitaría sobrevivir fuera de la heterosexualidad monógama…

Brigitte Vasallo en “Pensamiento monógamo, terror poliamoroso” (La Oveja Roja, Madrid, 2018).

Conclusiones

Si este planteamiento tiene algún sentido, es el de proponer la monogamia obligatoria y su orden jerárquico de afectos como parte de un conjunto social e histórico más complejo, sin el que no cobra la consistencia que tiene actualmente. Buena parte de la importancia que cobra esta comprensión es la de situarnos en la actualidad, en las grietas en las que, planteándonos una ética de los cuidados en nuestra vida más cotidiana, podemos dar pie a formas distintas de vivir nuestros afectos.

Las instituciones sociales, como es el caso de la familia nuclear moderna y la monogamia que la organiza a un nivel más profundo, no son realidades de las que podamos despojarnos en un momento de éxtasis orgásmico. Las instituciones sociales son estructuras que dan forma a lo que somos en el sentido más literal de la expresión: forman parte de nuestra vida, de nuestra forma de ser y estar, de nuestro modo de entendernos y plantear expectativas a las que responder. Por eso, cuando hablamos de la monogamia no estamos hablando de una elección «personal» que podamos hacer, sino de lo que hay detrás de eso que «elegimos» hacer. Y por eso, cuando decimos que se trata de romper con ese sistema, no nos referimos a tener más parejas o a follar más, sino a relacionarnos de otra forma con las personas con las que convivimos.

Otra conclusión general, igual de importante pero en otro sentido, es que no nos desharemos del pensamiento monógamo ─con el que hemos aprendido a vivir en relación a los demás─ con un titánico pero sencillo esfuerzo personal. Lejos de ser una cuestión individual, la extinción de la monogamia como sistema sólo tiene sentido como parte un cambio general de la organización de nuestras condiciones de vida, porque esta organización incluye las cargas de los cuidados como parte de la organización sexual del trabajo en la cual, además, la clase trabajadora no es dueña de los productos de su trabajo. En este entramado complejo en el que ninguna parte de la vida social está realmente separada de las demás, la transformación radical de nuestra vida depende siempre de la transformación radical de nuestra sociedad.

Notas bibliográficas

[1] Rubin, G., “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, en Lamas (comp.), El género. La construcción cultural de la diferencia sexual, UNAM, México (2013), pp. 44-45.

[2] Federici, S., Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación primitiva, Traficantes de Sueños, Madrid (2010); en relación a la comunidad negra en Estados Unidos, Davis, A., Mujeres, raza y clase, Akal, Madrid (2005), especialmente los capítulos 1 (“El legado de la esclavitud: modelos para una nueva feminidad”), 11 (“Violación, racismo y el mito del violador negro”) y 12 (“Racismo, control de la natalidad y derechos reproductivos”).

[3] Lorde, A., La hermana, la extranjera, Horas, Madrid (2003), pp. 115-120.

[4] Mbembe, A., Crítica de la razón negra, NED, Barcelona (2016).

7 comentarios sobre “¿Pensamiento monógamo? ¡Terror poliamoroso!

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  1. Un artículo fantástico como siempre, Rosa. Particularmente me quedo con la insistencia en la monogamia como sistema sobre el que nos movemos y hemos sido educados; sobre el cual aprendimos a aer, cicir y avtuar: «no se trata de plantear en sí misma la práctica concreta de la monogamia con todos sus componentes. El problema es la obligatoriedad de esa práctica, y la desaparición de cualquier otra posibilidad fuera de ella».
    Muy bueno. Un abrazote.

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