Desde el comienzo de la historia de las ideas, uno de los temas más fundamentales ha sido la ética. Su primera y gran pregunta es: ¿cómo se debe actuar? ¿qué significa actuar bien? Ya se haya pensado como una pregunta impersonal ─al estilo de Platón─, o como siendo inherente a la sociedad propia ─un poco como Aristóteles─, todas las respuestas partían de un sesgo fortísimo. Porque de la misma forma que las ideas reconocidas han sido prácticamente siempre de hombres, esta respuesta siempre dejaba fuera a cualquiera que no fuera un hombre (por supuesto, un hombre libre). Así que, aunque la pregunta está formulada de manera universalizable, como si cualquiera que respondiera pudiera hacerlo de la misma forma, el hecho es que las mujeres ─y no sólo las mujeres─ siempre han quedado fuera de la respuesta implícitamente.
Pero este es un problema político: el de “¿de quién hablamos cuando hablamos de todos, o de cualquiera?” Esta sociedad que parece ya construida, ¿sobre quiénes se ha edificado?
¿Quién cabe en el Universalismo?
La pregunta es muy moderna: la Ilustración de los siglos XVII y XVIII aparece con ella bajo el brazo. Es entonces cuando Olympe de Gouges escribe la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, equiparándose en derechos a los hombres que proclamaban no sólo la República tras la Revolución francesa, sino los Derechos del hombre y el ciudadano. «Hombre» pretendía ser el término con el que justificar precisamente la universalidad de los derechos, que eran para estos revolucionarios algo natural, con lo que todo el mundo nace. Sin embargo, eran hombres, y se hacían llamar así. Por eso la Declaración de Olympe de Gouges fue interpretada como una burla a la Revolución, y la autora acabaría siendo guillotinada.
Olympe de Gouges era una amante de la Ilustración, y por eso pensaba que ese grito por una libertad y una justicia iguales debía ser para todo el mundo, y no sólo para los hombres. No era la pregunta la que estaba mal: era la respuesta la que no se había planteado bien. Por supuesto, todas las feministas que han y hemos venido después hemos tomado esto muy en cuenta.

El feminismo, aparecido tras la Revolución de 1789, negó la universalidad de esos Derechos, preguntando: ¿por qué sólo ven como iguales a otros hombres? Pero esta crítica no provenía de mujeres de cualquier familia. George Sand, Wollstonecraft o Nightingale fueron ejemplos de rebelión contra las convenciones de lo que debían hacer mujeres de su clase. Pero la vida de estas mujeres, de origen privilegiado, era radicalmente distinta de la vida de las mujeres de clase trabajadora, de las que somos herederas; y sus expectativas eran igualmente diferentes.
Las mujeres de clase trabajadora migraron con sus familias a las ciudades, los nuevos centros de trabajo. Allí, muy rara vez las mujeres de estas familias ─casadas o solteras─ podían permitirse no trabajar. La mayoría lo hacía en las fábricas, donde cobraban la mitad por el mismo trabajo, o en tareas más sucias y peor vistas; otras servían en familias, normalmente hasta casarse; y otras se prostituían. Y aunque muchas mujeres organizaron protestas como mujeres trabajadoras, los derechos políticos femeninos fueron conquistados con muchas dificultades, porque a ellos se oponían casi siempre los hombres de los que dependía su posición.
Fueron necesarias muchas protestas y nuevas reivindicaciones para pensar de nuevo el papel de las exigencias feministas ya no sólo desde la política, sino también desde la ética. Sólo a partir de la incorporación de las mujeres a las instituciones se comenzó a valorar algo como una ética que tuviera en cuenta esas reivindicaciones feministas, porque la ética nos señala no colectiva sino individualmente.
Ética, Sesgos Masculinos y Valores «Femeninos».
La pregunta que ahora debemos hacernos es: ¿Hay entonces una ética feminista? En rigor, más bien se trata de ponerle las gafas feministas al pensamiento sobre la moral y la ética, o sea, incorporar el feminismo a la ética. Sea como sea, hay varias respuestas posibles a esta pregunta.

Celia Amorós señala que ninguna ética feminista puede reivindicar los «valores femeninos» como buenos en sí mismos y especialmente para las mujeres, aunque el feminismo de la diferencia se empeñe, porque estos valores sólo son asignados a las mujeres bajo el paraguas de una organización social patriarcal. De lo que se trata, al contrario, es de oponerse a este sistema como un todo. Esto no quiere decir que no pueda ser necesario remarcar la diferencia sociológica que se da entre los hombres y las mujeres, sino que una ética feminista no puede quedarse ahí. Para Amorós, una ética feminista es «la lucha por un tipo de sociedad en la que todos los individuos puedan plantearse sus problemas en términos éticos», en condiciones análogas.

Una ética feminista será, sobre todo, crítica. Crítica con el universalismo que no se cumple; crítica con las tendencias que diferencian a los hombres de las mujeres en la sociedad; crítica con los argumentos y las afirmaciones que intentan legitimar esas tendencias. Al mismo tiempo, una ética feminista no deja de ser una ética, y en esta medida es lógico exigirla de todo el mundo y para todo el mundo. Ya que hay que oponerse a las dinámicas patriarcales como un todo, parece necesario reivindicar el espacio de los cuidados y la comprensión íntima no como un patrimonio histórico de las mujeres, sino como un patrimonio común de la humanidad.
Seyla Benhabib señala que si las mujeres hemos sido vistas en la historia como personajes secundarios que resaltaban a los protagonistas ─los hombres libres─ es porque los hombres tienden a desarrollar un punto de vista ético «formal». Es decir, se «abstraen de la individualidad y la identidad concreta del otro». Apoyada por las ideas que Gilligan desarrolla sobre el aprendizaje moral de niñas y niños, contrapone esta moral al punto de vista del otro concreto, que nos hace ver a cada cual como un individuo con una historia, identidad y constitución afectiva concreta. Esto no quiere decir que este último sea mejor, sino que ambos puntos son necesarios para pensar una ética realmente universalista, o sea, de todos y para todos.

En general, se pueden rastrear varios «valores femeninos» que en realidad son sólo tendencias que diferencian a los hombres de las mujeres en sociedad, y que a menudo son usadas como argumentos para legitimar el sexismo.
Los tres sesgos sexistas fundamentales que ve Held.
Held recuerda tres de los sesgos más importantes que han servido para sacar a las mujeres de ese universalismo a lo largo de la historia occidental. Para Beauvoir, estos han servido a los hombres a lo largo de la historia para afirmarse como “el género humano” que construye la civilización y la cultura en general, quedando las mujeres relegadas a jugar el papel de “aquello que no son los hombres”.

La división sexual de la razón: Identifica la racionalidad como un rasgo masculino mientras que abandona a las mujeres a la irracionalidad (por ejemplo, el “misterio femenino”) o la infantilidad.
La división sexual del trabajo y la sociedad: Forma los ámbitos público y privado como dos esferas diferenciadas por sexo. A lo largo de la historia de esta división, se ha considerado que la crianza y el cuidado era un papel propio de las mujeres. Se pensaba en la maternidad como el centro de esta división, aunque las investigaciones de Gerda Lerner sugieren que este ha sido más un argumento para reproducir la división sexual que para explicarla.
El concepto del Yo: Conformando el sentido de una misma como individuo, el Yo ha sido pensado conforme a los hombres, en el sentido de que subordinaba los fines (los objetivos sociales y económicos) a los medios, sin tomar en cuenta la relación de los medios para con los fines, que es fundamentalmente lo que dice Benhabib sobre «el otro concreto».

Estas son algunas de las respuestas más importantes que se han dado a la ética desde los feminismos de las últimas décadas. Todas son formas de recordarnos más a fondo que somos responsables ─que tenemos capacidad de responder ante los demás─ no sólo de lo que hacemos sino también de las relaciones que tenemos con los demás.
Bibliografía:
Celia Amorós, Hacia una crítica de la razón patriarcal, Anthropos, Barcelona (1991), y especialmente los capítulos 4 (“Notas para una ética feminista”), 5 (“Feminismo: discurso de la diferencia, discurso de la igualdad”) y 6 (“Feminismos ilustrados y feminismos helenísticos”).
Seyla Benhabib, El Ser y el Otro en la ética contemporánea, Gedisa, Barcelona (2006). Aquí son especialmente importantes los capítulos 5 (“El otro generalizado y el otro concreto. La controversia Kohlberg-Gilligan en la teoría moral”) y 6 (“El debate sobre la mujer y una nueva mirada a la teoría moral”).
Simone De Beauvoir, El segundo sexo, Cátedra, Madrid (2015). Las discusiones que este libro maneja con otros autores (sobre todo en el caso de Lévi-Strauss) se consideran en general superadas tanto desde la filosofía como desde la antropología, pero no deja de ser el clásico entre los clásicos de los feminismos, y todavía es influyente.
Olympe De Gouges, Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Disponible online en Wikipedia.
Virginia Held, “Feminist reconceptualizations in Ethics”, en Philosophy in a feminist voice: critiques and reconstructions (ed. Kourany), pp. 94-111.
Gerda Lerner, La creación del patriarcado, Crítica, Barcelona (1990). La autora es una gran crítica de los sesgos sexistas de los antropólogos académicos; este libro critica las perspectivas tradicionales sobre las sociedades prehistóricas, asumidas a través de los sesgos androcéntricos fundamentalmente por historiadores masculinos.