Las últimas semanas nos hemos visto bombardeadas de casos de agresión sexual que han quedado completamente impunes ante la justicia y la sociedad, y por desgracia, algunos más que otros. Uno de esos casos ha sido el de las freseras de Huelva, el cual debería haber tenido mucha más trascendencia dada la gravedad de los hechos, sin embargo, no sólo los medios no hicieron eco de ello, sino que las movilizaciones tardaron en llegar y no tuvieron el apoyo que merecía. Este caso nos muestra una problemática acallada incluso por ciertos sectores del feminismo, en la que se demuestra que la causa de lo ocurrido no es una sola y que esta situación ha sido desencadenada por una serie de circunstancias, todas provenientes de las necesidades básicas. Por otro lado, consideramos que los enfoques antirracista y de género son imprescindibles para analizar esta problemática, pero las condiciones materiales de los trabajadores agrícolas tampoco pueden quedarse en el tintero. En este artículo vamos a intentar analizarlas y explicarlas con un enfoque holístico y abordando las problemáticas estructurales del medio rural español que afectan a las mujeres trabajadoras, no blancas y migrantes, para dar una visión lo más rigurosa posible. Asimismo, pretendemos ilustrar como una campaña orientada al consumo como #YoNoComproFresas no tiene sentido a nivel práctico, sin desmerecer sin embargo el papel que ha jugado el hashtag para visibilizar la problemática.
La mujer rural
La división sexual del trabajo es un fenómeno especialmente acusado en las zonas rurales, manifestado en una gravísima tasa de paro (42,8% de las mujeres), una altísima asalarización del trabajo femenino frente a la masculinización del empresariado, una importantísima brecha salarial (400€ -1.000€ de salario mínimo femenino frente al masculino de 1.001€- 1.400€ ), un acceso mínimo de las mujeres a la titularidad del terreno agrícola y una ínfima representación de las mujeres en las cooperativas y organizaciones de productores agrarios. Es decir, la precariedad característica de los trabajadores en el medio rural se acentúa por una cuestión de género.
Además, si bien la actividad agraria muchas veces se debe dadas las circunstancias naturales y los ciclos productivos por su temporalidad, su precariedad y eventualidad, son los trabajos en los que estas características son más acusadas aquellos con mayor mano de obra femenina. Entre ellos destaca especialmente la recogida de la fresa que venimos refiriendo, en la que las jornaleras suelen ser además migrantes.
Mención aparte merece la carga del trabajo doméstico y de cuidados en las zonas rurales. La falta de medios y servicios públicos, el aislamiento y la falta de comunicación en zonas rurales fuerza a las mujeres, en su rol patriarcal de cuidadoras, a hacerse cargo de niños y personas dependientes sin ningún tipo de remuneración ni reconocimiento sociales. Si bien se considera aceptable que las mujeres trabajen fuera de casa, la atadura al hogar es mucho más marcada en los pueblos que en las ciudades; y el abandono de las tareas domésticas supone un estigma mucho mayor. Por si esto fuera poco, muchas veces el trabajo que las mujeres realizan en explotaciones familiares se considera una extensión de este trabajo doméstico, quedando invisibilizado, no remunerado y sin posibilidad de cotizar.
Así, y pese a la enorme carga de trabajo que soportan las mujeres rurales, las pensiones más habituales son no contributivas y de viudedad, con unos montantes medios de tan sólo 90 y 370 euros respectivamente. Esta grave falta de oportunidades ha provocado que el éxodo rural esté particularmente feminizado. Este éxodo rural femenino trae como consecuencia que el recambio generacional se dificulte, la población rural se masculinice y la población rural (especialmente la femenina) sufra un notable envejecimiento.
La inquietud de las instituciones se ha centrado en frenar esta huida de mujeres con medidas como la promulgación de la Ley 35/2011 de Titularidad compartida de las explotaciones agrarias, que pretende incentivar la cotitularidad de las explotaciones agrícolas entre ambos cónyuges mediante, entre otras ventajas, el acceso preferente a subvenciones y actividades de formación. Sin embargo, la falta de fondos y la apatía de las administraciones han hecho de esta ley papel mojado, tal y como denuncia la Federación de Asociaciones de Mujeres Rurales (Fademur), hasta tal punto de haberse anunciado en la Comunidad de Madrid el pasado mes de marzo pese a que había entrado en vigor ya en 2012. Por otro lado, en el marco de los Programas de Desarrollo Rural enmarcados en la Política Agraria Común, se han trazado medidas de inclusión de la mujer en el medio rural como planes para la promoción de las mujeres o la implementación de servicios públicos y de guarderías. Medidas que podemos calificar de reformismo: bien aplicadas y con la suficiente financiación podrían suponer una notable ayuda para las mujeres pero se siguen ignorando los problemas estructurales de base que son el flujo de capital del campo a la ciudad propio del capitalismo y la proletarización de la mujer rural debido a la discriminación de género y a la división sexual del trabajo. Un parche.
Nos parece de vital importancia poner en relieve que estos datos recogidos del Ministerio de Agricultura así como la respuesta institucional descrita tienen un sesgo blanco, orientándose a una mejora parcial de las condiciones de las mujeres en los pueblos con vistas a evitar su despoblamiento, pero sin tener necesariamente en cuenta las circunstancias específicas de las mujeres racializadas y migrantes.
El racismo en el sector agrario
En las últimas décadas la mano de obra autóctona ha resultado insuficiente para satisfacer la demanda de fuerza de trabajo del sector agrícola, pudiendo elegir empleos en sectores con mejores condiciones como la construcción y el sector de servicios. Consiguientemente, dichos puestos de trabajo en agricultura fueron ocupados por mano de obra migrante desde finales de los años noventa, suponiendo para muchas de estas personas su primer empleo al llegar a España. Por añadidura, tras la crisis, el trasvase de empleo que hubo de los sectores más lucrativos mencionados hacia el sector agrícola fue mucho más acusado en el caso de los trabajadores extranjeros; en Andalucía protagonizado por varones africanos residentes en España desde hacía varios años. Como resultado del expolio colonial en sus países de origen, migran a Europa y se ven forzados a aceptar las peores condiciones laborales (para el deleite de la burguesía de los países imperialistas); así, el porcentaje de extranjeros afiliados al Sistema Especial Agrario es superior al total nacional (12,2% frente al 4,6%).
Respecto a las mujeres migrantes, nos encontramos con una doble discriminación por género y por su condición de inmigrante en sectores más allá del de la fresa, acentuándose el porcentaje de asalarización, la invisibilización, la explotación doméstica, la precariedad y la temporalidad características de las mujeres rurales.
¿Qué pasa con la fresa de Huelva?
Pese a que el porcentaje de extranjeras afiliadas al Sistema Especial Agrario es considerablemente menor que para los hombres (puesto que el colectivo inmigrante femenino se encuentra sobrerrepresentado en el sector servicios), este es uno de los sectores en la que se observa una excepción especialmente llamativa a la norma. Esto es debido a la temporalidad de la actividad de la cosecha: las mujeres casi fundamentalemente procedentes de Rumanía y sobre todo, Marruecos, son contratadas de manera puntual para puestos de duración imprevisible debido a la variabilidad de las condiciones climatológicas, ciclos del cultivo y funcionamiento de los mercados. Durante estas campañas, obtienen un permiso de residencia temporal para luego volver a sus países de origen (lo que se conoce como migraciones circulares).
Esta temporalidad e inestabilidad laboral impide su inserción y las mantiene en una permanente incertidumbre respecto a la contratación en posteriores campañas, sin olvidar la barrera que puede suponer el idioma y impasibilidad de la sociedad y las instituciones. Todo esto supone un caldo de cultivo de todo tipo de abusos como los ya denunciados desde diversos grupos antirracistas como Es Racismo y también este portal respecto a la explotación laboral y los abusos sexuales a trabajadoras del sector marroquíes, en los cuales la cultura de la violación juega asimismo un importantísimo papel.
Conclusión
No debemos obviar el enfoque holístico para analizar esta situación. Hablamos de quienes por razones de clase, género, nacionalidad y raza acaban viéndose forzadas a aceptar los trabajos más precarios dentro de uno de los más precarios de los sectores. La discriminación por género se solapa con la etnoestratificación, confluye la violencia racista y la de género con la explotación laboral y, tirando del hilo, todo nos conduce a un sistema capitalista que se nutre del flujo de capital del campo a la ciudad, del patriarcado y del colonialismo. Es preciso considerar la precariedad en todo el sector agrario sin perjuicio de destacar los susbsectores en los que hay mayor vulnerabilidad; y tener en cuenta que atacar al consumo con campañas como #YoNoComproFresas no resuelve nada a nivel estructural y, tratándose de alimentos, resulta inviable ya en todos los productos, aunque sean básicos, va a haber explotación, y los agroalimentarios no lo son menos.